lunes, 20 de diciembre de 2010

Lee el primer capítulo de la novela

LA BÉTICA

Año XXI d. C.

I. GADES

–La niña es de una belleza extraordinaria, más hermosa que Afrodita y Helena juntas, te lo juro por todos los dioses.

Mirta dejó suspendido en el aire el rascador con el que depilaba el vello de sus brazos y agudizó el oído. Su instinto, siempre certero, supo a quién se refería Praxiates susurrando entre jadeos aquellas alabanzas, que traslucían un empalagoso afán de ser convincentes. Alertada y expectante, la mujer se replegó sobre sí misma y, sin hacer el más leve ruido, se escondió detrás de la tina en la que pensaba darse un baño.

–Puedes llevártela donde quieras, no la reclamará nadie, de eso me encargo yo, que tengo bien controlada a la madre…

Mirta captó una risita cínica y un cambio en el tono de la voz, que se hizo todavía más rastrero y persuasivo.

–Te juro, ¡por Zeus!, que no te arrepentirás, toca la lira, sabe leer y escribir, tanto latín como griego…, la he criado y educado para que sea una perfecta hetaira, una nueva Friné…, nosotros, los griegos, sabemos cómo educar a nuestras prostitutas…

–¿Qué edad has dicho que tiene?

–Pronto cumplirá diez años.

–No se paga medio millón de sestercios por una impúber…, porque es impúber… ¿verdad?

Mirta sospechó quién farfullaba tal pregunta, pero no pudo estar completamente segura porque rebosaba una lujuria tan burda y palpable, que la joven dedujo que, como a los perros hambrientos cuando huelen comida, una saliva pastosa le resbalaba por las comisuras al hombre que preguntaba, alterando el tono y la pronunciación de sus palabras.

–Por lo que nadie da medio dupondi es por una vieja que haya parido varias veces… y tan seguro estoy del valor de mi mercancía, que mañana te la llevo al barco para que la veas, y si no estás de acuerdo con el precio, ¡me la traigo y asunto acabado!, pero que conste que pensé en ti por la amistad que nos une… porque, en cuanto descubran a esa niña, van a lloverme ofertas de muchos millones de sestercios, y tú te arrepentirás de no haber sido el primero.

Una risotada obscena atronó los oídos de Mirta; ya no le cupo duda alguna acerca de quién hacía el trato con el griego; reprimió la mujer una arcada de asco, agarró con fuerza el amuleto de hierro que llevaba al cuello y pidió a Astarté, su diosa favorita, que Praxiates y Sempronio Donato, los infames que sellaban tan abominable acuerdo, no descorrieran la cortina que protegía del escrutinio ajeno la estancia donde se hacían el aseo los habitantes de la casa, lugar en el que ella estaba y en el que sorprendiera la conversación. Pero los hombres habían cogido algo de la habitación contigua y habían salido. Mirta se colocó entonces su túnica sin hacer ruido y, con las sandalias en la mano, descorrió cautelosamente la cortina y se deslizó hacia la calle. Una vez allí, se calzó y emprendió una veloz carrera hasta llegar a un rincón del puerto donde sabía que todas las tardes, después de terminar las tareas estudiantiles que le imponía Praxiates, su hija iba a jugar con los demás niños. Sintió un enorme alivio cuando la divisó a lo lejos: eran únicos e inconfundibles, incluso en la distancia, el color de fuego de sus cabellos y las líneas gráciles y esbeltas de su cuerpo.

Rosia abandonó inmediatamente la persecución de uno de sus camaradas y se volvió.

–Madre, ¿qué pasa? –preguntó asustada.

Mirta no le contestó, la agarró de la mano y con una fuerza inusitada la hizo trotar a su lado, sin escuchar sus protestas, sin oír sus quejas y sin hacer caso de la respiración que agitaba el pecho de la niña, poco acostumbrada a carreras tan veloces y precipitadas. Así llegaron a una de las últimas construcciones del puerto, un edificio grande de una sola planta dedicado a la alfarería, cuya chimenea lanzaba un humo, leve y grisáceo, que se deshacía instantáneamente entre los húmedos vientos del mar Exterior.

Mirta esquivó hábilmente los cacharros de todo tipo que en la puerta se secaban al sol, desde las ánforas puntiagudas en las que se embotellaba el vino, a las panzudas donde se introducía el aceite, pasando por pequeños amuletos, lucernas, grandes tejas y toda clase de cacharros que formaban parte del menaje del hogar…, pero Rosia enredó su túnica con los desorbitados atributos de un provocativo Priapo que decoraba una especie de botijo, y el ruido que produjo el tiesto al caerse hizo que saliera de la factoría un anciano con un delantal de cuero y las manos manchadas de barro rojo.

–¡Décimo, tío Décimo! –llamó Mirta al verlo, parándose en seco y sintiendo un gran alivio–. Tío Décimo, tienes que esconder a Rosia.

–¿Qué ocurre, sobrina? –preguntó el hombre extrañado.

–Praxiates quiere vendérsela a Sempronio Donato.

–¿Que Praxiates quiere vendérsela a ese degenerado? ¿Y cómo se la va a vender si ni tú ni ella sois esclavas?

Mirta tomó aliento y contó precipitadamente al anciano lo que había oído mientras preparaba su baño. El viejo frunció aún más el ceño y las espesas cejas se le juntaron por completo acentuando su expresión, hosca y desabrida.

–Mal asunto, Mirta, –dijo con voz ronca y en un latín que hubiera espantado a Cicerón–, esos dos son un par de canallas, muchas veces te he dicho que no me gusta que andes con ese griego granuja, aunque sólo sea para trabajar, pero ya es tarde, ya no hay remedio, ésos no van a volverse atrás del trato, y antes de que pudiéramos llegar a un tribunal a denunciar el caso, Rosia habría desaparecido y la habrían atropellado mil veces, y ya sabes, además, que Sempronio Donato y sus secuaces son quienes manda en el puerto, y que lo mismo sobornan o amenazan a los prefectos que a los legionarios, a los ediles o a los jueces…

–Por eso no voy a denunciar nada, tío, lo único que quiero es huir con mi hija a donde ni él ni ese griego traidor puedan encontrarla…

El viejo se rascó la cabeza manchando aún más su pelo canoso del rojo del barro que tenían las manos, miró a sus parientas con una reconcentrada tristeza, y les dijo que lo siguieran hasta un cuartillo que había en la parte posterior del edificio, convertido en su hogar desde que enviudó.

–Si pudieras colarnos en algún barco que vaya a Roma… entre las ánforas, tío…, sin que lo sepa el prefecto…

–Mirta, yo no exporto cerámica a Roma, ¿es que no lo sabes, hija? Mis cacharros se los lleva la gente de la Bética para llenarlos de lo que sea y mandarlos ellos a donde les parezca…, además, ya te he dicho que nada puede tramarse en el puerto de Gades que no lo sepa Donato, y esconderos entre botijas y que en plena travesía os sorprendan los marineros no a va traeros mejor suerte que si caéis en sus manos…, así que tenemos que pensar la manera de que escapéis por otro lado. –Décimo guardó silencio durante un rato y miró caviloso las caras expectantes de sus sobrinas, luego, como con gran pesar, añadió–: tú dirás que esta niña es un regalo de los dioses y que su padre es el toro del dios Mitra, pero esta niña es demasiado llamativa y hermosa, y tanta hermosura no creo que le traiga nada bueno a nadie, –volvió a callarse ante la mirada de desolación y aturdimiento de la chiquilla, arrepentido de expresarse con tanta dureza; acarició con mano trémula su rojiza cabellera como si pidiera disculpas y, con voz pesarosa, preguntó–: ¿has preparado algo de dinero o de equipaje, Mirta?

Mirta estuvo a punto de echarse a llorar: no, no había caído en aquel pequeño detalle. No es que tuviera mucha ropa, aparte de su vestuario como bailarina, que en realidad no le pertenecía, sino que era del jefe, de Praxiates; pero sí guardaba escondida detrás de una viga del techo una bolsa de cuero con todos sus ahorros, porque tenía la esperanza de que antes o después podría irse a Roma con su hija y bailar delante del mismísimo César. Así se lo confesó a su tío, que torció la boca y suspiró ostentosamente.

–No puedes ir a recoger esa bolsa, hija, eso sería tu perdición y la de Rosia…, yo veré qué puedo darte, y si os sirven las ropas que aún conservo de la pobre tía Licinia, no te las he dado antes porque me daba cierto consuelo su olor y porque tampoco valen gran cosa, pero no podéis iros con lo puesto y sin manto, algunas noches refresca todavía mucho… Voy a ver si tenemos hoy algún transporte que sea de fiar hasta Hispalis, creo que lo mejor es que lleguéis hasta Corduba por tierra, y de Corduba, como sea, hasta Cartago Nova, allí es donde debéis coger algún barco hasta Roma…

–¡Ay, tío Décimo, no sabes cómo te lo agradezco! Mi bolsa está en la cubicula donde duermen los niños, en un hueco que hay detrás de la tercera viga, si puedes, algún día, cuando salgan a bailar fuera de Gades, vas y la coges, así lo que nos des se queda en un préstamo…

–No te preocupes por eso, Mirta, les prometí a tus padres que cuidaría de ti y siempre he hecho lo que he podido; Rosia, tú y yo somos lo que queda de la familia, lo que han dejado los romanos de nuestra familia, no olvides nunca que nosotros no somos itálicos, ni griegos, ni fenicios, ni mauritanos…, no olvides nunca que nosotros somos turdetanos… y que en otro tiempo, cuando no existía ni Roma ni su Imperio, fuimos el rico y próspero reino de Tarsis…

Y Décimo, con los ojos llorosos, sabiendo que aquella perenne cantinela suya le sonaba a los demás como majaderías de viejo, se quitó una bolsita de cuero que llevaba suspendida del cuello y fue a colgarla en el de su sobrina, pero, como si lo pensara mejor o como si hubiera tenido algún extraño presentimiento, se dirigió hasta la niña y fue allí, en la nívea y esbelta garganta de la pequeña, donde colocó con mucho cuidado sus amuletos.

–¡Que los espíritus de nuestros antepasados, que el dios Sol y la diosa Luna, que los genios del aire y de la tierra, de las fuentes, de la lluvia, de los bosques, de los ríos y los mares, te protejan… Rosia!

Aquella misma noche, Mirta y Rosia abandonaron Gades escondidas bajo unas sucias lonas, entre unas ánforas rojizas y panzudas, subidas a un carromato tirado por bueyes que, a través de la vía Augusta, construida recientemente y enlosada con un excelente pavimento, las llevaría hasta Hispalis.

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